La semana pasada (del 1 al 5 de Junio de 2011), estuve por primera vez en Haití, en la continuación del programa que empezamos el año pasado con las Embajadas Americanas de Haití y República Dominicana, una especie de experimento para unir a 15 ex becarios Fulbright de cada uno de estos países, y ver qué pasaba cuando profesionales jóvenes, líderes en sus comunidades, que compartían el haber vivido la maravillosa experiencia Fulbright en los Estados Unidos, se encontraban y planeaban futuros juntos. El programa se llama “Building a Fulbright Future” (Construyendo un Futuro Fulbright).
No puedo negar que estaba completamente emocionada con la idea de finalmente conocer Haití, sobretodo bajo la sombrilla de una iniciativa como esta, que desde el año pasado abrió mucho mis ojos ante una realidad tan cercana como distante. Tampoco puedo negar que llevé media maleta llena de agua embotellada, y provisiones como si me preparara para ir a una selva.
Aterrizar en Puerto Príncipe me tomó por sorpresa. Además de lo corto del vuelo, los paisajes que sobrevolamos eran todos más verdes de lo que pensaba; ví todo más reforestado de lo que me imaginaba, de lo que había leído.
Desde el aeropuerto, que parecía una especie de garaje grande, nos recibieron representantes de la Embajada Americana en Haití y las organizadoras de la conferencia, coordinadoras del Programa Fulbright en dicha nación. Todo VIP, sin filas, muchas comodidades. Me llamó la atención lo pintoresco del “salón de embajadores” o la casita en la que nos hicieron esperar por nuestros pasaportes y maletas.
Finalmente nos montamos en el autobús en el que nos dirigiríamos a encontrarnos con nuestros amigos haitianos, en Canne à Sucre, un parque muy lindo donde disfruté de una rica cerveza haitiana Prestige. Allí tuvimos un retraso de más de dos horas, esperando otro autobús que nos llevaría hasta el muelle de Les Cayes (aproximadamente a unas 4 horas de Puerto Príncipe), en donde tendríamos que tomar un paseo en bote por unos 20 minutos, para llegar a nuestro destino final, Ile à Vache, una isla al suroeste de Haití. No fue hasta la 1:00pm que logramos salir de allí (y aparentemente ninguno de los haitianos se inmutaba, no pasaba nada con la informalidad; yo me empezaba a desesperar), y empezamos a ver a Puerto Príncipe y emprendimos camino hacia el interior del país.
Cuánto polvo, cuánta basura acumulada (más de la que he visto en toda mi vida; era infinita), cientos y cientos de haitianos y haitianas vendiendo cualquier producto de manera ambulante o sentados en las sucias aceras esperando que alguien viniera a comprarles; lomas inmensas de vegetales, frutas, ropas, zapatos, todo lo que uno puede imaginarse, a la intemperie. Cuántas camionetas techadas o las famosas “tap taps”, súper coloridas e igualmente llenas de pasajeros hasta el tope. Miles de casas de campaña grises y azules que formaban mares de hogares temporales que se han convertido en techos permanentes para tantos haitianos y haitianas. Grandes jeepetas y los logos de UN, USAID, UNICEF, Médicos Sin Fronteras, International Relief, y algunos pocos más, por todas partes. Miradas profundas, llenas de desesperanza, de angustia, de tristeza. Lodo, polvo, basura, basura. Me pregunté si esta gente conocerá lo que existe fuera de sus fronteras, si se imaginan cómo vive el resto del mundo más allá de nuestra isla. Me abrumaba la impotencia. Me escondía detrás del lente de mi cámara mientras capturaba muchas imágenes intensas y dramáticas Seguir leyendo
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